I ¡Pues bien! yo necesito II Yo quiero que tu sepas III De noche, cuando pongo IV Comprendo que tus besos V A veces pienso en darte VI Y luego que ya estaba VII ¡Qué hermoso hubiera sido VIII ¡Figúrate qué hermosas IX ¡Bien sabe Dios que ese era X Esa era mi esperanza... Manuel Acuña A todos los que de buena fe maldicen todavía á una criatura inocente del daño que se hizo Acuña. La Rosario que inmortalizó el poeta, existe en México y es mi amiga. ¿Qué hombre de pluma no la conoce allá? —Rosario de la Peña es un monumento histórico, — me decía una tarde Manuel José Othón, el dramaturgo mexicano á quien el invicto Echegaray ha batido palmas. Manifesté vivos deseos de conocerla, y Othón me prometió anunciarla mi visita, agregando que desde algún tiempo atrás habitaba Rosario en el pueblo de Guadalupe, situado á algunos kilómetros de la capital y segregada por propia voluntad, casi completamente, del mundo social en que antes viviera. Pocos días después, José María Bustillos, uno de los poetas más jóvenes y aprovechados de México, me presentó á Rosario por encargo de Othón, que se dirigió precipitadamente á San Luis, cumpliendo antes con anunciarme á esta dama que nunca celebraré lo bastante haber conocido. Guadalupe es á México lo que Lourdes á Francia: el lugar de un santuario donde no deja un día de ofrecerse á la Virgen el más reverente culto por los católicos. En Guadalupe, como en Lourdes, tuvo la madre de Dios el capricho de presentarse á un pastor sencillote y no menos ignorante que Bernardita. El santuario mexicano no cede en esplendor al francés, y creí natural cuando me dirigía allí, que Rosario viviese prosternada ante el altar de la Virgen, doliéndose todavía de su homicida crueldad para con Acuña. ¡Qué desengaño el que me esperaba! En una casita modesta de la villa, no muy distante del Santuario famoso, vivía nuestra heroína, acompañada de su señora madre, una joven hermana y varios sobrinos. La madre de Rosario y su hija menor, Margarita, fueron las primeras personas á quien hablé. A juzgar por el aspecto de la anciana y de Margarita, la hija mayor ausente no debía desdecir la singular hermosura patrimonio de aquella raza. Bien pronto me hice cargo de que estaba en el seno de una familia hospitalaria y cordial. Respiré esa atmósfera del hogar decente no desvirtuado por la pobreza, y comprendí á las primeras razones cambiadas con los dueños de la casa, el secreto amargor que deja en los corazones más fuertes toda declinación muy rápida de fortuna. Abriendo y cerrando con estrépito una mampara, adelantó hacia mí, de pronto, Rosario, la mujer á quien buscaba yo en mi peregrinación literaria con un fervor no menos digno de respeto que el de los fieles cristianos en Guadalupe. Era una mujer de sangre española, bastante morena y de cuarenta años. Alta y erguida, tenía la majestad de una princesa reinante. Su cabello negrísimo blanqueaba en algunos puntos; sus ojos, de un pardo obscuro, centelleaban en la cavidad de sus órbitas con la inequívoca luz de la inteligencia. Una nariz correcta, unos labios muy rojos, apretados y finos completaban esta fisonomía que debió ser soberanamente hermosa diez años antes, y que produce todavía una impresión agradable por su conjunto armónico, lleno de animación y de vida, profundamente simpático. Manuel Acuña Narro Prólogo de Juan de Dios Peza a las obras de Acuña: Manuel Acuña * *Manuel Acuña nació en el Saltillo, capital del Estado de Coahuila, el año 1849, y vino de catorce años, o poco menos, a esta ciudad de México, entrando como alumno interno en el colegio de S. Ildefonso. Hace él tiernísima referencia a su salida de la tierra de su padre; «Sus brazos me estrecharon Y después a los pálidos reflejos Del sol que en el crepúsculo se hundía, Sólo vi una ciudad que se perdía Con mi cuna y mis padres a lo lejos» Cursó con notorio talento los años de latinidad, matemáticas y filosofía y pasó a esa histórica Escuela de Medicina de donde han salido tantas lumbreras de las letras y de las ciencias. Lo recuerdo como si lo viera en la víspera de su fin trágico. Delgado de contextura, con la frente limpia y tersa sobre la cual se alzaba rebelde el obscuro cabello echado hacia atrás y que parecía no tener otro peine que la mano indolente que solía mesarlo; cejas arqueadas, espesas y negras, ojos grandes y salientes como si se escaparan de las órbitas; nariz pequeña y afilada; boca chica, de labio inferior grueso y caído, ornada por un bigote recortado en los extremos; barba aguzada y con hoyuelos; siempre vestido con levita obscura de largos faldones, rápido en el andar y algo dificultoso en su palabra. Triste en el fondo pero jovial y punzante en sus frases, sensible como un niño y leal como un caballero antiguo; le atormentaban los dolores ajenos y nadie era más activo que él para visitar y atender al amigo enfermo y pobre. Vivía en el corredor bajo del segundo patio de la Escuela de Medicina, en el cuarto número 13, el mismo cuarto que ocupó Juan Díaz Covarrubias y del cual salió para ser infamemente fusilado en Tacubaya el 11 de Abril de 1859.—Acuña tenía siempre en su derredor un cortejo de amigos que lo amábamos sin doblez, sin rencillas, sin envidia de su genio, sin censurar sus extravagancias, evitándole todos los disgustos y siendo los primeros en aplaudir sus obras. De ese cortejo han muerto Agustín F. Cuenca, Gerardo M. Silva, y viven, Javier Santa María, Juan B. Garza, Gregorio Oribe, Francisco Ortiz, Miguel Portillo, Antonio Coellar y Argomaniz, Juan de Dios Villalón y Vicente Morales que ha sido Secretario de nuestras Legaciones en Washington y en Italia. Nosotros habíamos presenciado de cerca los trabajos de aquel adolescente sublime; con las lágrimas en los ojos le vimos salir a la escena en medio de aplausos atronadores, conducido por el eminente José Valero y por Salvadora Cairón, en la noche del estreno de su drama El Pasado; temblando de gozo le admiramos cuando hizo en unos funerales estremecerse a los viejos y sabios maestros diciendo: «La muerte no es la nada Sino para la chispa transitoria Cuya Luz ignorada Pasa sin alcanzar una mirada De la pupila augusta de la historia.» O cuando con su brindis titulado «Un rasgo de buen humor» hizo que lo miraran sonriendo aquellos sabios severos que se llamaron Río de la Loza, Vertiz y Barreda. Nosotros recogíamos con cuidado fraternal cada periódico en que aparecían sus versos, guardábamos los párrafos en que lo elogiaban y nos sentíamos felices con mirarle recibir cartas de su hogar lejano, y después de leerlas, besar la firma de su madre diciendo: «¡Hace muchos años que no la veo! ¡Pobrecita! Ya sólo me conoce en retrato.» Esa ausencia lo mataba. Leed su poesía «Entonces y hoy,» escrita con las lágrimas más tiernas del fondo de su pecho y veréis que es una verdad la que os digo. El viernes 5 de Diciembre de 1873, anduvimos juntos desde la mañana y nos fuimos por la tarde a la Alameda. El viento arrancaba las hojas amarillentas de los fresnos y de los chopos que al caer bajo los pies del poeta atraían sus miradas de mayor tristeza. «Mira—me dijo mostrándome una de esas hojas que aún guardo seca por haber señalado con ella un capítulo del libro que leíamos aquella tarde;—Les feuilles d' Au- tomne» de Víctor Hugo—mira: ¡una ráfaga helada la arrebató del tronco antes de tiempo! Allí me recitó la poesía «El Génesis de mi vida» que alguien extrajo de sus papeles el día de su muerte. Era una poesía lindísima de la cual vagamente recuerdo uno que otro verso. Ya sentados en una banca de piedra me dijo: «Escribe* y me dictó el soneto «A un arroyo» poniéndome después de su puño y letra una cariñosa dedicatoria. Este soneto es el último que escribió; muchos creen que el «Nocturno» es su obra postrera, pero sus amigos nos sabíamos de memoria esos versos desde tres meses antes de aquel día a que me refiero. A propósito del «Nocturno» haré una digresión interesante. Una mañana estando en Saltillo, salimos muy temprano Jesús M. Eábago y yo, pues íbamos de expedición fuera de la ciudad. La parroquia da su espalda al Oriente, así es que el sol se alzaba detrás de la torre y enfrente, rumbo al Ocaso, se extiende una calle en que Acuña vivió cuando era niño. Al fijarse en esto me dijo Rábago: Vea V. cómo es verdad aquello de: «El sol de la mañana detrás del campanario, y abierta allá á lo lejos la puerta del hogar.» Pero reanudemos el hilo de los acontecimientos. Abandonamos la Alameda a la hora del crepúsculo, lo dejé en la puerta de una casa de la calle de Santa Isabel y me dijo al despedirnos: —Mañana a la una en punto te espero sin falta. —¿En punto?—le pregunté. —Si tardas un minuto más... —¿Qué sucederá? —Que me iré sin verte. —¿Te irás adónde? —Estoy de viaje... sí... de viaje... lo sabrás después. Estas últimas palabras cayeron sobre mi alma como gotas de fuego. Quise preguntarle más; pero él se metió en aquella casa y yo me fui triste y malhumorado como si hubiera recibido una noticia infausta. Yo sólo sabía que aquel gigantesco espíritu estaba enfermo y temía una crisis. Acuña llegó algo tarde a la Escuela en aquella noche; rompió y quemó muchos papeles que tenía guardados; escribió varias cartas listadas de negro, una para su ausente madre, otra para Antonio Coellar, otra para Gerardo Silva, dos para unas amigas íntimas. Dicen que al día siguiente se levantó tarde, arregló su habitación, se fue después a dar un baño, volvió a su cuarto a las doce, y sin duda en esos momentos, con mano segura y firme escribió las siguientes líneas: «Lo de menos será entrar en detalles sobre la causa de mi muerte, pero no creo que le importe a ninguno; basta con saber que nadie más que yo mismo es el culpable— Diciembre 6 de 1873.—Manuel Acuña» Salió después á los corredores, estuvo conversando de asuntos indiferentes, y cerca de las doce y media volvió a meterse a su cuarto. Fácil es presumir lo que sucedió entonces. Yo llegué a visitarlo a la una y minutos, porque un amigo me detuvo en la puerta de la Escuela. Encontré sobre la mesa de noche una bujía encendida y a Acuña tendido en su cama con la expresión natural del que duerme. Toqué su frente guiado por extraño presentimiento y la encontré tibia; alcé en uno de sus ojos un párpado y la expresión de la pupila me aterró; volví entonces con sobresalto el rostro hacia la mesa de noche y me encontré en ella, junto a la vela, un vaso en que se apoyaba el papel que antes he copiado. Me incliné para leerlo y un acre olor de almendras amargas me descorrió el velo de aquel misterio. Aturdido, loco, llamé a los entonces estudiantes y hoy médicos Vargas, Villamil y Oribe, que vivían en el cuarto de junto. Oribe se precipitó sobre el cadáver queriendo volverlo a la vida y le hizo una insuflación de boca a boca, a tiempo que Vargas movía el tórax para producir la respiración artificial. Todo fue en vano. Oribe cayó presa de un vértigo intoxicado por el olor del cianuro, pues Acuña había apurado cerca de dos dracmas de esta substancia. La fatal noticia circuló instantáneamente en la Escuela. El prefecto del establecimiento, Dr. Manuel Domínguez, los médicos y los alumnos que a esa hora estaban allí, acudieron al lugar del siniestro y rivalizaron en empeño y actividad para tratar de devolverle la vida ¡la vida que una hora antes le había abandonado! Llegó a pocos momentos mi amigo Francisco Sosa, y a las cuatro de la tarde el Sr. Gaxiola, Juez en turno, que dictó las medidas oportunas, concediendo que fuera en la Escuela de Medicina y no en el Hospital de San Pablo donde se hiciera la autopsia del cadáver. Los miembros todos de la «Bohemia literaria» visitaron por la tarde al poeta muerto, que al anochecer fue colocado en la ex capilla de la Escuela. Alejandro Casarin acompañado del inolvidable Alamilla, sacó en yeso blando la mascarilla del rostro, para hacer un busto y trazó a lápiz un magnifico retrato. El cadáver estuvo constantemente velado por los alumnos de la Escuela, quienes lo inyectaron a todo costo y con todas las reglas de la ciencia. El miércoles, diez, fue el entierro, que tuvo una pompa y una majestad inusitadas. A las nueve de la mañana un inmenso gentío llenaba la plazuela de Santo Domingo, en tanto que en el interior de la Escuela de Medicina se agrupaban los representantes de las sociedades científicas, literarias y de obreros. Los hombres más notables, los profesores más distinguidos, estaban allí dispuestos a acompañar al infortunado soñador de veinticuatro años. El gran Ignacio Ramírez había dicho al saber la muerte de Acuña: «Es una estrella que se apaga.» Altamirano que lo distinguía y mimaba como a un hijo, habíase sentido enfermo de pesar con la triste noticia, y el sabio Río de la Loza a pesar de sus arraigadas convicciones religiosas, ordenó como director de la Escuela, que no se omitieran gastos para enterrar a Acuña como lo exigía su talento. Para no mutilar aquel cadáver querido, se extrajo del estómago el veneno con una bomba exofagiana, y después lo inyectaron cuidadosamente los más inteligentes alumnos. Durante el tiempo que estuvo tendido y expuesto al público en la ex capilla de la Escuela, se recibieron multitud de coronas y de ramilletes remitidos por corporaciones y admiradores particulares. Sea por el efecto del embalsamiento, sea porque los tejidos se estrecharon por la rigidez, el hecho es que de los cerrados ojos del poeta estuvieron brotando lágrimas constantemente: lloraba, como lo había dicho en una estrofa: «¡Cómo deben llorar en la última hora Los inmóviles párpados de un muerto!» A las diez los amigos íntimos de Acuña cargamos en hombros su cadáver y salimos de la Escuela en medio de un silencio y de una consternación profunda. Detrás de nosotros iban los comisionados de las Sociedades Literarias presidiendo las del «Liceo Hidalgo,» la «Concordia» y el «Porvenir;» de las científicas presididas por la de Geografía y Estadística y la Filoiátrica, una diputación del Gran Círculo de Obreros y después todos los invitados. Por detrás iba el carro fúnebre más elegante de la capital llevando en su remate una lira de oro con las cuerdas rotas y sobre ella la corona alcanzada por el poeta en el estreno de su drama. En pos del carro fúnebre iban más de cien carruajes particulares. El cortejo recorrió las calles de la Cerca de Santo Domingo, Esclavo, Manrique, San José el Real, San Francisco, San Juan de Letrán y Hospital Real, continuando en línea recta hasta el cementerio del Campo Florido. Allí, bajo un cobertizo de madera en donde se puso una tribuna se le tributaron los últimos honores. Los alumnos Manuel Rocha, Porfirio Parra y Francisco Frías y Camacho hablaron en nombre de la Sociedad Filoiátrica y Gustavo Baz en nombre del Liceo Hidalgo. En seguida ocupó la tribuna Justo Sierra.—Acuña quería con profunda ternura a Justo, le miraba como a hermano sabio y erudito y la aparición de éste en aquellos instantes causó inmensa sensación en todos los presentes. Dice Franz Cosmes en una crónica de entonces, al hablar de Justo Sierra, lo siguiente: «Sólo los que hayan oído alguna vez esa palabra poderosa, hija de un cerebro de luz y de un corazón de fuego, podrán concebir hasta donde se remontó esa imaginación audaz, llorando sobre el cadáver de su hermano. No era un dolor común el que expresaba, era el grito de desesperación de la humanidad por la pérdida de uno de sus apóstoles, el sollozo trémulo de la poesía por la muerte de uno de sus hijos.» «El sólo pudo comprender esas aspiraciones sin límites del poeta que en un mundo raquítico se ahogaba.» En efecto, sólo Sierra condensó la vida del poeta en admirables versos captándose la respetuosa veneración del auditorio desde que comenzó diciendo: «Palmas, triunfos, laureles, dulce aurora De un porvenir feliz, todo en una hora De soledad y hastío, Cambiaste por el triste Derecho de morir, hermano mío!» Hablaron después en nombre de la sociedad «El Porvenir» los señores Ramírez de Arellano y Francisco de A. Lerdo; luego el inspirado José Rosas Moreno leyó una poesía hermosísima; ocuparon la tribuna Eduardo E. Zarate y José Rafael Alvarez por la Sociedad Literaria «La Concordia;» Pedro Porrez, Vicente Fuentes, Alberto del Frago que leyó unos versos de José María Valenzuela y Becerril, José Carrillo, Julián Montiel y el último el que estas líneas escribe. Hablé en nombre de los amigos íntimos de Manuel: tenía yo entonces veintiún años y hablé llorando... A las doce del día el primer puñado de tierra cayó sobre el ataúd, la piqueta del sepulturero resonó huecamente en aquel sitio y todos nos separamos conmovidos. «¡Ay! de aquella mañana a esta mañana, de aquel sol a este sol.» Como dice el poeta, han corrido fugaces veinticuatro años. Debajo de la tierra en que ya han brotado flores nuevas, ocultos por un manto de fresco césped sobre el cual arrastra el viento las hojas secas, durmiendo están para no despertar nunca, muchos de los maestros, de los amigos y de los compañeros del poeta: Ignacio Ramírez, Ignacio M. Altamirano, Vicente Riva Palacio, Flores, Rosas, Moreno, Francisco Lerdo, Plaza, Alamilla, Manuel Oca Ranza, pero sería larga e interminable la lista de los que han bajado a la eterna sombra. Los versos de Acuña han recorrido todos los dominios de la lengua castellana y en todas partes los admiran y los repiten, pues entre ellos hay muchos que bastan para revelar su genio. Acuña fue victima del hastío, de la nostalgia moral, de esa enfermedad sin nombre que marchita las flores del alma cuando apenas están en capullo. En sus últimos días vivía de una manera extraña: sus vigilias eran constantes; leía y escribía hasta el amanecer; gustaba de tomar un café espeso, al que llamaba Manuel Flores «el néctar negro de los sueños blancos» y aparentaba una jovialidad que servía de antifaz a su secreta tristeza. Su trágica muerte es el resultado de un extravío cerebral: nadie aparece como causa de ella y son consejas triviales las que corren en boca del vulgo. En el Saltillo han honrado su memoria construyendo un precioso teatro que lleva su nombre y que tiene el patio en forma de lira. En México, debido al constante empeño de algunos de sus amigos especialmente de Luis A. Escandón y de Agapito Silva, se le construyó un monumento qne en esta fecha está concluído ya en el cementerio de Dolores, a donde han sido con orden de la Autoridad trasladados sus restos. Dicen que al exhumar los restos en la mañana del veintinueve de Noviembre, encontraron intacta la ropa, cubriendo los huesos; tenía todo el cabello que cayó del cráneo al primer impulso del aire, y el Dr. Abel F. González le encontró en la bolsa del chaleco una peseta del año de 1830. Acuña «si tan prematuramente no se roba a su propia gloria» como me dice hablando de él el inspirado Núñez de Arce, sería hoy una de las más altas personalidades literarias de México. Las composiciones que dejó escritas revelan todo lo que pudo llegar a ser: el destino apagó la llama de su vida, pero no logrará extinguir su imperecedera memoria. Juan de Dios Peza México, 1897 La Divinidad nos bendice siempre. La Divinidad es en nosotros/as Somos la Divinidad Somos Uno Byron Picado Molina SOCIEDAD BIOSÓFICA NICARAGUA (SBN) Helena Petrowna Blavastky "La Espiritualidad más expandida es el AMOR en VERDAD iluminado con Valores aplicados" Estelí,Nicaragua. América Central ![]() (Red Nicaragüense de luz) ( Red Estelí Cultural) |
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